lunes, 23 de junio de 2014

Cuero

s. m. Pellejo que cubre la carne de los animales. Curtido y preparado tiene uso doméstico e industrial.

Durante más de diez años trabajé en cerveceras. Los maestros cerveceros, después de años de estudio y pasión por lo que hacen, regalan al colectivo lo que parece ser uno de los pocos placeres que todos se pueden pagar en Latinoamérica. Cuando estamos rodeados de profesionales que dan lo mejor que tienen, a uno no le queda más que hacer lo mismo.

En países donde se toma tanto y tan rápido, no damos tiempo a que la cerveza se oxide, y si pasa le ponemos limón para matar el sabor a cartón. Es la bebida de todos, porque como dijeron a un periodista español:

- En este país, el que no puede pagarse una cerveza, está bien jodido.

En una agencia de los llanos, esperando a que hicieran inventario, Carol, Jesús y yo nos quedamos hasta tarde, esperando al cierre para empezar nuestro trabajo en sistemas. Terminado, caminábamos hacia el taxi que nos esperaba. Con la complicidad de la sombra, Carol resbaló y cayó sobre una paleta de madera, haciéndose un raspón en una pierna con una de las grapas. Mientras nos acercábamos a ayudarla gritaba molesta:

- ¡Jo! con lo que mi madre me cuidó el cuero de niña.

Llamó mi atención que no viera el raspón en la piel o en las piernas, sino en “el cuero”. ¿Era esa una expresión apropiada? Yo cuero lo asociaba a vaca. Mientras la atendían en un centro cercano, hablaba con la enfermera:

- Mi madre siempre cuidó mis piernas, para que no tuvieran marcas, porque las cicatrices son para las niñas de los barrios. Siempre vestíamos pantalón, para que el cuero tuviera otra capa. Ya de grandes usaríamos orgullosas las faldas. Las cicatrices y tatuajes son para documentales en las cárceles, o para gente que ha vivido mucho.

Me quedé pensando: ¿Tenía yo piel o cuero? ¿Cuánto había vivido? Porque respiraba, pero para haber vivido había que estar marcado. Recordé a mi papá diciendo que si yo había nacido para buey, del cielo me caerían los cachos, imagino que traerían cuero. Además estaba mi oído de perro, mi terquedad de mula y otros. Pero ¿cuero? Empecé a buscar las marcas.

La barbilla, recordé romperla dos veces, curada con capas del ahora escaso “papel toilette” y merthiolate. El pecho, de la semana que estuve en cama, porque el choque de mi patineta con un ciclista me hizo aterrizar en el asfalto, dejando ropa y piel. Mis rodillas contaban al menos una veintena de puntos en varias visitas a la sala de emergencia. Dos de las tres veces recuerdo ir avergonzado en domingo al cuarto de papá, agarrando las cortadas por las que bajaban hilos de sangre. No había que decir nada, él sólo me miraba y decía:

- ¿Te hiciste otra cuchara verdad? Ya te llevo al hospital.

La última vez, me quité los puntos. No era difícil, ya lo había visto mucho. Fue cuando Tacoa [1] ardía en llamas y los hospitales estaban colapsados. Médicos y enfermeras tenían mucho que atender, y yo curiosidad suficiente para intentarlo.

Del cuero pasé a pensar en los esguinces, al yeso. ¿Y los raspones? Porque cuando uno aprende a despegar en un parapente, hay suerte si lo peor es un raspón, y no clavos en la mano rota. Parece que parte de vivir es romperse, por fuera y por dentro, al menos cuando uno es torpe, pero eso no lo detiene.

Una vez en clase de grafología, José Manuel me dijo que hacía demasiadas actividades, y que las escogía peligrosas. Le parecían de gente que inconscientemente se quería morir, mientras yo y Carol pensábamos que era de gente que estaba viviendo. Yo sólo quería adrenalina y distancia. Si lo pienso bien, no hay actividad más peligrosa que vivir en Caracas, y es poco probable que sea un suicidio masivo inconsciente.

A Venezuela para entenderla, hay que verla alguna vez desde el aire en un vuelo frío, donde aunque uno se desplaza, parece que es ella la que se mueve. Y cada cierto tiempo hay que regresar a este país desde otro, donde uno recuerda lo que es normal. Si estamos demasiado tiempo dentro y en el piso, lo malo se hace costumbre y el conformismo se pega.

Vivo en un país de líderes vivos, que se lo tatúan en la piel y van a la cárcel. Uno donde los estudiantes ponen la piel para llevar golpes y marcas, para que les traten como animales y les marquen el cuero, como la última ofrenda. Lo insólito es que ya a nadie le parece algo raro. Pagamos el precio de querer algo impredecible y exótico: vivir en Venezuela.


La lata de Garbanzos : cuero
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[1] 19 de Diciembre de 1982. Desastre originado por un incendio en la planta de generación eléctrica “Ricardo Zuloaga” ubicada en el sector Arrecifes de la población de Tacoa del para entonces Departamento Vargas del Distrito Federal. Fallecieron más de 160 personas, entre ellos 9 comunicadores sociales; así como bomberos, policías, etc.

2 comentarios:

  1. "No hay actividad más peligrosa que vivir en Caracas, y es poco probable que sea un suicidio masivo inconsciente"... Nada más cierto que eso, y claro que no es suicidio, es un amor masivo inconsciente a un país que nos enamora con todo lo que nos regala!

    Excelente lectura para comenzar el día! :)

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  2. yo aun padezco de rasgaduras de (Vita Chinazo) piel o cuero, El deporte, La Moto, el Barrio.. hacen que mis piernas y codos estén orgullosamente Rasgados..

    Excelente articulo..

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