martes, 2 de septiembre de 2014

Compartir

Dar parte de lo que tenemos para que otro lo disfrute con nosotros

Hay gente que contra todo pronóstico, es feliz. Derraman alegría a quien esté cerca, con una risa tan contagiosa como escandalosa. Aprecian y agradecen la vida, mientras persistente y proactivamente aman y perdonan. Debe ser algo genético, porque si dependiera de algún entrenamiento yo ya lo hubiera aprendido. Además, no se afectan por el entorno, porque al mejor estilo de Los Miserables, son flores hermosas que crecen en la basura.

Al terminar la visita en la biblioteca del barrio, la agenda invitaba a visitar a Francisca, a la que llamaban Rica Francisca. Ella era una de las dos mujeres que tenían título de propiedad de sus casas, era legalmente dueña. Había obtenido los papeles gracias a un programa de consolidación de barrios. Imaginen en un cuadro de Botero, a una mujer regordeta de amplia y aireada sonrisa, esperando en su puerta con café recién colado. Adoraba las visitas del Instituto porque “le traían gente bella”. Su casa estaba en un montículo, destacando entre las otras más humildes y sucias. Era una construcción de dos pisos, con cerámica en pisos y paredes, más una puerta auxiliar en el segundo piso, que comunicaba al barrio con el Centro médico. Esa puerta a veces se usaba para llevar a un herido a emergencias, aunque ese no era su único uso. Nos decía, con lo que creía un susurro:

- Es que si yo estoy poniéndole los cuernos a mi marido y oigo que llega, mientras yo lo entretengo el cacho sale por ahí.

Luego, un momento mágico cortesía de Roberto, de esos ideales para sonreír, sonrojarse y no decir nada. Siendo el más bajo del grupo, hilaba las risas comentando que era soltero, y auto-invitándose a su lista de amantes clandestinos. Ella lo abrazó cariñosamente, mientras le respondía apuntándome:

- ¡No, mi rey! A mí me gustan grandes como él.

Avanzaba la entrevista y cada vez nos sorprendía más su actitud. Para todo tenía una respuesta positiva. Nos presentó a los vecinos que venían, porque a esa hora ya éramos como su familia. Todos salían con algo en las manos. A ella le gustaba compartir, dando lo que tenía, y prometiendo para después lo que no. Descubrimos sin embargo, una regla inusual: cuando Eugenia le dijo que iba a donar muchísimos de sus libros a la biblioteca, ella se sentó a su lado, tomó su mano izquierda entre sus palmas y le dio lo que en otro tono sería un regaño:

- No mi niña, para eso está el camión de la basura. La biblioteca lo que necesita son cartuchos de tinta, no libros que nadie va a usar. ¿Tú no tienes internet? Aquí las tareas se hacen en google. Compartir es dar cosas que son buenas pa’ los dos. Yo saqué para ustedes mis mejores tazas. Las chiquitas de peltre pa’ cuando esté sola.

Hay frases que al escucharlas parece que se detiene el tiempo. Con el reloj detenido “me cayó la locha”: ¿Yo regalo basura? Aunque algunas cosas son nuevas, ciertamente son inútiles para mí, pero las creo útiles para alguien más. ¿Cómo las verá el que las recibe? Al parecer Francisca nunca había escuchado eso de “La basura de uno es el tesoro de otro”. Aunque no dije nada, yo también pensaba mandar mis libros viejos, los que ya no iba a leer nunca más. ¿Mandarlos al basurero era más honesto? O era mejor donarlos a donde fueran apreciados (sitio que a lo mejor ya no existe). Si yo no lo valoro no debería compartirlo, y si el que recibe no lo quiere, comparto con la persona equivocada. Flaco favor estábamos haciendo, buscar altruismo en un reciclaje mal hecho.

El tiempo no reiniciaba. Pensé entonces en el diezmo de la iglesia, que significaba bendiciones de vuelta. ¿Era Francisca una mujer rica como recompensa a su generosidad? Tal vez ella ponía en la cesta más del 10% de lo que tenía, y no las monedas que le estorbaban. ¿Será por eso que muchos perciben que de la iglesia, sus feligreses reciben de vuelta poco o nada?

Cuando empezaba a razonar de mis relaciones: ¿qué comparto con mis afectos?, el reloj empezó a andar de nuevo, y lo dejé para otro garbanzo. De éste, les cuento que al final Eugenia compró las tintas, las mandó, y se aseguró de que llegaran. Eran costosas, pero era lo que iban a apreciar, en lugar de los libros que le daba remordimiento botar. Esos podían perderse en el camino sin que nadie los extrañara. Por mi parte, cada vez que decido regalar algo, hago un segundo chequeo para estar seguro de que el bajante de la basura no es a donde pertenece. También me pongo en los zapatos del que recibe, y pienso cuál sería su respuesta más probable: ¡qué bien! o ¡será cabrón!


La lata de Garbanzos : compartir

No hay comentarios.:

Publicar un comentario